21 de agosto de 2015

Aprendiz de todo. Eric Andersen

Eric Andersen, otra víctima del refranero
En el refranero español se dan cita dichos que mantienen vigente su sentido y otros que, afectados por el paso del tiempo, han visto como la conducta que propugnan se ha convertido en algo, al menos, discutible. El de “Aprendiz de todo, maestro de nada” (originalmente “Aprendiz de mucho...”), puede caer en el segundo grupo. En el mundo hiper-especializado en el que vivimos, no nos vendría mal una dosis de conocimientos ajenos al estrecho mundo al que nos dediquemos.


Sin embargo, en su origen, tenía todo el sentido del mundo; para alcanzar la excelencia en un terreno, conviene centrar la atención en él y no dispersar esfuerzos. Y el razonamiento, tal cual, sigue siendo indudablemente cierto. La cuestión que lo hace discutible hoy en día no está relacionada con la férrea lógica implícita en el refrán, sino que tiene que ver con si esa excelencia citada es a lo que debemos aspirar por encima de otras consideraciones, si la eficiencia máxima en el desempeño profesional no ha acabado siendo incompatible en la sociedad moderna con otras cualidades que son las que nos confieren la condición de seres humanos.

Pero esa es una cuestión que, aunque interesante, no corresponde discutir aquí. Baste recordar el refrán y lo controvertido de su sentido en la actualidad. Aun hoy en día se pueden encontrar situaciones en las que es perfectamente aplicable, y en la música pop –que como cualquier otro aspecto de la cultura, es un espejo de la condición humana en general– no podía ser menos. Recientemente, dándole vueltas a un tema recurrente en estas canciones del viernes, a saber: “¿por qué unas cosas dejan huella en la memoria colectiva, mientras que otras con similares méritos pasan desapercibidas para el gran público?”, me vino a la cabeza el caso de un artista en el que su relativa falta de éxito podría ser explicada apelando a dicho refrán. Me refiero a Eric Andersen.

Salido de la escena folk revival de la costa este de los años 60, Eric Andersen se ha mantenido como uno de los secretos mejor guardados de la música americana. Conocido y respetado por sus iguales, amigo de Leonard Cohen o Townes Van Zandt, compañero de correrías musicales de Rick Danko o John Sebastian, referente para Judy Collins, que grabó su Thirsty Boots; para el gran público es poco más que una mancha borrosa al fondo de una foto en la que la figura gigante de Dylan acapara todos los focos. Como Dylan, pasó del purismo folk al rock and roll electrificado o al blues-rock, pero al contrario de Dylan, que lo hacía siguiendo un preciso camino que había trazado en su cabeza, Andersen parecía hacerlo a base de impulsos erráticos o llevado por las modas musicales, sin terminar de encajar del todo en ninguna de las tendencias, pareciendo ir siempre a contrapié.



Sin embargo, su talento como compositor o cantante era indudable, y en cualquiera de los terrenos por los que se movió –folk, blues, country, rock o pop– dejó muestras de ello. En las raras ocasiones en las que conseguía encajar las variopintas piezas que bailaban en su cabeza, el resultado podía llegar a ser memorable. Como en esta canción, en la que combina con acierto estructuras típicas de folk-rock, ritmo honky-tonk y melodías pop embutidas en los arreglos orquestales de moda por aquellos años.

En muchas otras ocasiones, el resultado quedaba desdibujado y podía parecer carente de propósito. Las canciones eran buenas, pero sin poder achacarle ninguna pega obvia, no terminaban de funcionar del todo; a veces sonaba demasiado a cosa ya hecha, en otras ocasiones se adelantaba a su época, pero con un resultado sin pulir ni concretar. Así, sin terminar de decidirse a ser un seguidor o un innovador, pasó buena parte de su carrera. No terminó de ser un nuevo (aunque, evidentemente, menor) Dylan, ni lo que luego acabaría siendo Jackson Browne (algo que retrospectivamente vemos que pudo ser de afinar un poco más sus intenciones, incluso con más riqueza de matices que el autor de Running on Empty), sino una cosa intermedia e indefinida que no logró captar la atención del público, a pesar de su talento y sus esporádicos aciertos

Tristemente, un acierto de cuando en cuando no es suficiente para dejar huella en la frágil memoria de la gente. Esa indefinición fue el pecado que lo condenó al olvido. Acabó siendo, como en el dicho, aprendiz de todo y maestro de nada. Siendo correcto en todos los terrenos –pero sin terminar de explotar a fondo ninguno de ellos, ni crear uno inequívocamente personal– y careciendo de la grandeza absoluta de Dylan, de la capacidad para retratar el dolor y la tristeza de Van Zandt, o de la mirada ácida y el carisma de Cohen –por citar tres referentes salidos de la folk music y contemporáneos suyos–, Andersen quedó condenado a una condición de artista de segunda o tercera fila y al circuito de pequeños clubs del que salió al principio de su carrera, desde donde siguió cantando pequeñas historias de agridulce y cotidiano romanticismo o viñetas de solitarios y melancólicos viajeros en ruta hacia ninguna parte. Algo seguramente no a la altura de su talento, si hubiese sabido enfocarlo correctamente.

Pero no todo se puede medir en términos de reconocimiento colectivo y cifras de ventas (o, al menos, no debería ser así). Por ejemplo: hay días en los que te apetece escuchar una tonada honky-pop, y en ese momento das gracias a Dios por la existencia de gente confusa que no sabe muy bien qué hacer pero que –entre dudas y errores– un día hicieron justo lo que necesitas en ese momento... y entonces te olvidas del refranero, de la sociedad moderna y de todo, porque todo está en su sitio.

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