Escribí este poema para el certamen poético Francisco de Quevedo, concurso convocado por la orden literaria del mismo nombre. Aparentemente, una entrañable panda de chiflados que, en una ceremonia al estilo del siglo XVII, ordenan Gran Comendador de dicha orden al poeta vencedor del certamen. Estoy seguro de que al señor Quevedo le habría gustado horrores, aunque no me lo imagino vestido con toga romana, por mucho que le gustase Virgilio. Imbuído quizás por lo que Poe denominó el demonio de la perversidad, me dediqué a lanzarle unas puyitas en forma de silva al genio precursor del gafapastismo, con el resultado fácilmente imaginable.