30 de marzo de 2015

Retrato de joven dama (IV)

Retrato de joven dama
Cuarta entrega del relato "Retrato de joven dama", una historia de intriga ambientada en el mundo del arte. En anteriores entregas, un periodista recibe el encargo de escribir la necrológica de un pintor que conoció en su juventud. Durante su trabajo, recuerda con dolor los hechos vividos tiempo atrás, la mujer que cambió sus vidas y el relativo fracaso en sus respectivas carreras. Para su sorpresa, aquella mujer se pone entonces en contacto con él y vuelven a encontrarse.


(Continúa desde "Retrato de joven dama III")

En cuanto bajé del coche, me abrazó brevemente y me dio dos besos. Cordial pero algo distante, pensé. Bueno, ¿qué esperaba? Somos dos desconocidos después de tantos años.

–Me alegro de verte. Espero que hayas tenido un buen viaje. ¿Estás cansado?

–Pues... no demasiado. Llevo un par de días durmiendo poco y mal. Estoy más cansado por eso que por el viaje. No te preocupes, estoy bien.

–¿Te apetece cenar? Aquí cerca hay una terraza en la que se come bastante bien.

–Si tienen cerveza fría, será perfecto. Chica, no me acordaba del calor que hace por aquí.

–Claro que tienen, tonto. Venga, vamos... Tenemos mucho de lo que hablar, ha pasado tanto tiempo...

Nos dirigimos hacia la terraza. Conversamos acerca de naderías –trabajo, familia, lugar de residencia– mientras paseábamos lentamente por un camino de las afueras del pueblo. La conversación fluía naturalmente aunque seguía habiendo una cierta distancia, una leve frialdad que no resultaba incómoda, sino natural después de una separación tan larga. Podía sentir cómo la distancia se reducía y la frialdad se fundía lentamente conforme nos acercábamos a nuestro destino. Creo que ambos estábamos asimilando a nuestras nuevas encarnaciones, diferentes en muchas cosas a nuestros yos del pasado, pero en esencia muy similares. Solo necesitábamos sentirnos cómodos con los cambios y recuperar del fondo de la memoria ese terreno común en el que nos relacionábamos antaño para actualizar el trato a nuestra nueva realidad.

Nos sentamos en una mesa junto a una barandilla que se asomaba a un pequeño acantilado donde rompían las olas. Ninguna música que hubiese podido sonar por el hilo musical, cosa que afortunadamente no sucedía, podría haber superado el poder sedante del sonido del mar en ese momento. Lola me convenció de que renunciase a la cerveza y la sustituyésemos por una botella de vino blanco bien fría. El sabor ligero y afrutado y la refrescante sensación que me causó –algo que realmente necesitaba– hizo que aquel vino me entrase muy bien. Demasiado bien. Tenía pinta de ser uno de esos vinos traicioneros que se suben antes de que te puedas dar cuenta. Bromeé sobre ello, cuestionando sus verdaderas intenciones: seguramente quería emborracharme para aprovecharse de mí, sugerí. Su respuesta, en un tono más serio del que había imaginado, me pilló por sorpresa.

–Bueno, cuando hablé con tu periódico y dije que tenía intenciones pecaminosas hacia ti, no era solamente una excusa para conseguir tu teléfono. Pero no creo que sea el día apropiado, estás claramente agotado... Ya habrá tiempo para eso si nos apetece.

Me quedé sin palabras. Farfullé alguna estúpida disculpa y me fui al baño. Necesitaba recomponerme. Aquella mujer me había pillado con la guardia baja y en ese momento no sabía cómo reaccionar. Salpiqué mi cara con agua fresca y contemplé la imagen del hombre que me miraba desde el espejo. Un hombre quizás prematuramente envejecido que aparentaba estar más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, incipientes canas, bolsas bajo los ojos... Nada extraño, el normal deterioro de la edad en alguien que no tiene un especial interés en cuidarse. Me pregunté qué veía esa pantera, que después de todo sí parecía estar presta a la caza, en ese hombre agotado que había abandonado sus ilusiones mucho tiempo atrás en algún perdido rincón del camino. No tenía la respuesta. Tal vez temiese conocerla. Creí que lo mejor sería ignorar sus insinuaciones y reconducir la conversación. Después de todo, estábamos allí por Ricardo. Porque aquel viejo compañero había muerto, quizás por propia voluntad, dejándonos enredados en sus recuerdos y su misterio. Al menos yo, lo que necesitaba eran respuestas, en ningún caso más preguntas. Volví a la mesa, deseando que ella también hubiese reconsiderado la situación y que el resto de la velada transcurriese por cauces más relajados. Después de unos momentos de un silencio algo incómodo, me decidí a sacar el tema de Ricardo.

–Y, dime: ¿has tenido mucho contacto con Ricardo todos estos años?

–Pues... menos del que piensas, probablemente. Los dos o tres años siguientes a dejar la escuela sí nos vimos con bastante frecuencia. Luego fuimos espaciando las visitas hasta perder el contacto. Hace un año más o menos que volvimos a vernos. Los últimos seis meses los he pasado aquí.

–Ah... vaya, eso no lo sabía. ¿Habíais vuelto a...?

–No me apetece hablar de Ricardo esta noche... Ya habrá tiempo. No te preocupes, te contaré todo lo que quieras saber... Pero ahora no. Quiero que hablemos de ti, de mí... de nosotros. ¿No crees que es lo mejor, dadas las circunstancias? Ricardo ya no está aquí, estamos tú y yo...

Siempre me ha pasado lo mismo con las mujeres: no importa lo mucho que intente anticipar el desarrollo de una conversación, siempre acaban saliendo por algún lugar inesperado y dejándome fuera de juego, haciéndome sentir como un pez fuera del agua. Como al pez, solo me queda retorcerme incómodamente, perdida toda esperanza. Cualquier atisbo de lógica desaparece, me pongo extraordinariamente nervioso y no acierto a reconducir la conversación a un punto razonable.

–Pues, vaya... no sé. Ha pasado tanto tiempo... Somos prácticamente dos desconocidos. Y nuestra relación antes de separarnos era tan rara... Fue todo tan extraño, Lola. Todavía lo es. La verdad es que me siento incapaz de hablar de nosotros sin mencionar a Ricardo. Me es imposible, lo siento. Si no quieres hablar de él, tendremos que hablar de otras cosas; del trabajo, del paisaje... de lo que quieras. Pero no de nosotros.

–Lo entiendo –dijo con resignación–. Mira, no me importa que hablemos de Ricardo en relación a nosotros, lo que no quiero es hablar solo de Ricardo o de Ricardo y de mí. No es el momento. ¿Lo entiendes, verdad?

–¿La verdad...? La verdad es que no entiendo nada. Sé que la relación que teníamos los tres era un poco absurda y que seguramente deberíamos haber hecho algo de una manera diferente. Lo que no sé es porqué desapareciste de mi vida totalmente. Yo hice un esfuerzo para que no fuese así cuando te fuiste con Ricardo, mientras que tú...

–¿Sabes por qué fue así? –interrumpió algo picada–. Porque estaba dolida contigo, parecía que no te importaba nada perderme, como si no fuese importante para ti. A mi, al principio, me dolió hacerte daño al irme con Ricardo, pero me dolió más el darme cuenta de que aparentemente no te había hecho daño.

–O sea, que hiciese lo que hiciese, lo estaba haciendo mal...

–Que poco conoces a las mujeres... Sigues sin conocerlas. Mira, grandísimo tonto: yo a Ricardo le admiraba; a ti te quería. Hay veces que puede más la fascinación que el amor, pero es algo pasajero... Quizás si hubieses demostrado que te importaba algo, las cosas hubieran sido diferentes.

No supe qué decir, creo recordar que todavía acerté a pronunciar unas cuantas frases más. Que todo lo hice con la mejor intención, buscando lo mejor para ella. Que yo también estaba dolido, aunque no lo demostrase. Excusas, dudas, fabulaciones. Nada de una importancia real. Nada con un atisbo de lógica que pudiese reconciliarnos con el pasado. Nada que explicase ese presente raro en el que aquella mujer y yo nos mirábamos a los ojos sin saber qué decir una vez agotados los reproches. Toda la tristeza acumulada de aquellos lejanos días cayó de golpe sobre nosotros, calándonos hasta los huesos. Quizás necesitábamos ese baño de tristeza para asimilar que hay cosas que no se pueden explicar. Lola pidió la cuenta y no me dejó pagar a pesar de mis protestas. Iniciamos lentamente, sin hablar, el camino de vuelta a casa.

Creo que ella –tal vez por ser mujer, tal vez porque sencillamente era más perspicaz– entendió antes y mejor que yo lo que había pasado, lo que iba a pasar. Que la tristeza no se puede explicar, que nunca hay respuestas lógicas a las preguntas que nos atormentan durante media vida. Si las hubiese, no nos atormentarían por tantos años. Que hay respuestas, en fin, que no residen en las palabras. Simplemente me cogió de la mano y en ese gesto cálido estaba todo lo que nunca me había dicho, lo que no hacía falta ya que dijese. Así, cogidos de la mano, sin intercambiar palabra, hicimos el resto del camino. Las farolas del paseo se iban encendiendo a nuestro paso, un acontecimiento evidentemente casual pero cargado de tintes mágicos. Fue una de esas cosas preñadas de un lirismo raro que suceden de tanto en tanto y de los que raramente somos siquiera conscientes. Es aún una de las cosas que recuerdo más vívidamente de Lola. Ella –con todo lo importante que fue en mi vida– es en mi memoria, más que nada, la mujer que me acompañó en ese paseo mágico en el que las farolas del paseo marítimo se iban encendiendo al compás de nuestros pasos mientras caía la noche.

Al llegar, todavía sin decir palabra, me llevó de la mano a la cama. Se desvistió con un par de movimientos apenas perceptibles y con gestos suaves me quitó las ropas. Su magnífico cuerpo desnudo contrastaba con mi triste decrepitud. Yo, debido al agotamiento y a la tensión, apenas podía moverme. No pareció importarle, ella lo hizo todo. Fue un monólogo en el que estaban todas las respuestas. Todas las dudas y los reproches se habían esfumado. En aquel espléndido cuerpo de mujer que ondulaba y suspiraba sobre mí estaba el pasado perdido y ahora recuperado. En el nombre que pronunció en el momento cumbre estaba un presente que ya se desvanecía. No era mi nombre, sino el de un hombre muerto. No me importó. No me iba a dejar engañar una vez más por el hábito y las palabras. Todo transcurrió como en un sueño y de ese sueño fui a caer a otro, el de verdad. Había agotado hasta el último gramo de fuerza que había en mi cansado cuerpo y dormí hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Esa noche soñé con panteras danzando al son de farolas que se encendían y apagaban mientras Lola y yo esperábamos en la playa a una ola gigante que habría de venir para llevárselo todo.

(Continúa en "Retrato de joven dama V")

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