23 de marzo de 2015

Retrato de joven dama (III)

Retrato de joven dama
Tercera entrega del relato "Retrato de joven dama", una historia de intriga en la que el pasado de unos estudiantes de arte, vuelve de forma dramática. En anteriores entregas, al protagonista –un periodista–, le encargan escribir la necrológica de un pintor que conoció en su juventud. Recordando bajo los efectos del alcohol los tiempos lejanos en los que una atractiva mujer les unió y los separó, el periodista vuelve a revivir unos acontecimientos dolorosos y confusos mientras realiza el encargo.


(Continúa desde "Retrato de joven dama II")

Al día siguiente me despertó de nuevo el teléfono. Había tenido la precaución de pedir unos días libres en el trabajo el día anterior, previendo que iba a necesitar unos días para aclarar mis ideas y volver con una cierta tranquilidad de espíritu. Debido a ello, contemplé la posibilidad de ignorar el teléfono, pensando que no podía ser nada de importancia. El persistente timbreo, sin embargo, estaba haciendo estragos en mi pobre cabeza, ya de por si inmersa en una espantosa y dolorosa resaca. No me apetecía hablar con nadie pero necesitaba hacer callar a aquel monstruo que bramaba estruendosamente a pocos centímetros de mi oído. Descolgué. No podría haber imaginado la identidad de mi comunicante antes de descolgar el teléfono ni en mil vidas.

–Diga...

–Hola, ¿te pillo en mal momento? Parece que no te encuentres bien... Bueno, soy...

Dios... Qué cosas más sorprendentes tiene la memoria, qué resortes tan poderosos pulsa con el gesto más leve e insignificante... Había sabido quién era desde la suave respiración que precedió a la primera palabra salida de sus labios, antes de decir nada. Esa tenue inspiración hizo que el presente y el pasado cayeran violentamente sobre mí... Lola. Mi Lola. La Lola –pensé con tristeza– de Ricardo... No, negué: solo Lola. Al fin y al cabo, su carácter felino hacía que no fuese de nadie, que en todo caso fuésemos los demás sus pertenencias transitorias. Todos estos pensamientos cruzaron por mi cabeza en un fugaz instante. Antes de que pudiese terminar de decir su nombre, atiné a hablar.

–Sé quien eres –dije interrumpiéndola, de un modo que juzgué algo brusco y del que me arrepentí al instante–, Lola... Y no, no me encuentro muy bien, tengo un dolor de cabeza horrible... pero quería hablar contigo. Me alegro de que hayas llamado... Iba a intentar llamarte hoy, pero no sabía si podría dar contigo. ¿Cómo has conseguido mi teléfono?

–Bueno, esta mañana he leído tu artículo sobre Ricardo, la... la necrológica... Llamé al periódico y me dieron tu teléfono. Tuve que insistir un poco, les di a entender que era una antigua novia que albergaba intenciones pecaminosas hacia ti. Parece que se alegraron de oír eso. Te tienen por un hombre solitario y necesitado, eh...

Me sorprendió el buen humor que demostraba, sobre todo porque había reconocido que ya sabía de la muerte de Ricardo. Era algo impropio de Lola que, aunque de carácter fuerte, era bastante sensible. Ricardo, de un modo u otro, había sido un hombre muy importante en su vida aunque fuese mucho tiempo atrás. Para mi era muy extraño oír cómo bromeaba, casi que podía ver la medio sonrisa maliciosa que, estoy seguro, lucía en su cara. Antes de que pudiera replicar o protestar, continuó:

–Oye, creo que deberíamos vernos... En el periódico me han dicho que estás de vacaciones. Estoy en casa de Ricardo, en su casa de la playa... ¿Por qué no vienes?

Otra sorpresa. Sabía que Lola y Ricardo habían estado en contacto durante unos cuantos años después de terminar los estudios, pero no sabía que todavía lo estaban y menos con el nivel de cercanía que suponía el que ella tuviese las llaves de su casa y estuviese tranquilamente allí, después de que él hubiese muerto. Me pregunté si los herederos, caso de haberlos, opinarían algo al respecto. Quizás fuese la propia Lola la heredera. Ricardo no tenía familia y era difícil que conservase a ningún amigo durante demasiado tiempo –excepto, al parecer, Lola–. En fin, el plan no parecía el mejor para tranquilizar mi ánimo, pero acepté porque necesitaba saber cosas que solo podía decirme ella. Cosas que me atormentaban entonces como me habían atormentado años atrás.

–De acuerdo. Mira... voy a ir en coche, no soporto los aviones. Tardaré seis o siete horas... quizás ocho. Sí, probablemente ocho... tendré que parar a comer. Supongo que estaré allí antes de la hora de cenar. Te llamo si hay alguna novedad. ¿Vale?

–Claro, conduce con cuidado. Te espero.

Mi odio a los aviones, aun siendo cierto, no era el principal motivo para ir en coche. Consideré que en el largo trecho de día y de carretera que se me ofrecía por delante, podría ir centrando mis aún confusas ideas, sopesando las preguntas que podría hacer a Lola y recordando detalles de una mujer que no veía desde hacía más de veinte años y a la que, en un tiempo, consideré lo más precioso de mi vida.

Mi estado de ánimo y mis pensamientos parecían acomodarse al discurrir de los paisajes. La ciudad confusa y confundida: mi ánimo al salir de casa, maraña de recuerdos y de dudas. Las largas planicies castellanas: mis sentimientos a medio camino, soledad y pocas pero importantes cosas que conmovían y perturbaban mi ánimo y mis recuerdos. El húmedo transpirar de un Mediterráneo de rabiosos colores al atardecer: mi corazón conforme me acercaba a Lola, ansioso y esperanzado.

Me pregunté en qué consistía ese brote inequívoco de esperanza que estaba experimentando. Conforme descendía de una colina por una carretera flanqueada de palmeras, enfilando ya hacia el pueblo, pensé que era la esperanza de saber. Saber qué había sido de Ricardo, qué había sido de Lola, qué había sido de nosotros, de nuestro pasado. Un pasado que se fue un día y nos dejó en la cuneta, pensando que nunca lo volveríamos a mirar a la cara. Saber por qué precisamente ahora el viento del pasado, soplando a raudales, me empujaba una vez más hacia Lola. Conduje los últimos metros que me separaban de la casa, lugar en el que pasé el delicioso verano de mis diecinueve años. Antes de lo de Lola. Antes del deseo, la admiración y la lástima.

Ella estaba esperándome en la puerta. A pesar del tiempo transcurrido, me resultó inconfundible. Lola resultó ser una de esas mujeres a las que sienta extraordinariamente bien la madurez; mantenía una pose felina y una mirada inquieta que daban una impresión como de animal –una pantera quizás– al acecho. Su figura y su cara se habían afilado levemente, despojándose de un superfluo barroquismo juvenil en las formas. La estructura ósea de su cara –pómulos altos, frente ancha, mandíbula fina–, como la de aquellas estrellas del cine en blanco y negro, configuraba un rostro sereno que parecía desmentir sus intenciones predatorias. Estaba muy guapa, qué demonios...

(Continúa en "Retrato de joven dama IV")

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