16 de marzo de 2015

Retrato de joven dama (II)

Retrato de joven dama
Segunda entrega del relato "Retrato de joven dama", una historia de intriga ambientada en el mundo del arte. En la primera entrega el protagonista –periodista especializado en arte– conoce de la muerte de un antiguo conocido, un pintor de segunda fila. Encargado de escribir su necrológica, recuerda los tiempos ya lejanos en los que compartieron amistad, aficiones y una misteriosa mujer con la que conformaban un extraño y tenso triángulo amoroso.


(Continúa desde "Retrato de joven dama I")

A pesar de la hora temprana, comencé mi vertiginoso viaje hacia el fondo de la botella. El primer vaso me dio valor, pero no palabras, que seguían enredadas entre recuerdos y reproches. Un segundo vaso me dio las palabras, pero me quitó el valor de escribirlas. Nada de lo que se me ocurría era publicable. Solo injurias, quejas, sarcasmo y dolor. Nada que ver con lo que la gente quiere leer en una necrológica –una loa serena a las virtudes del difunto, una explicación de cómo contribuyó el finado a hacer del mundo un lugar menos feo y malo, una exposición de las razones por las que deberíamos sentir la pérdida de alguien al que no conocemos y al que olvidaremos al pasar la página–.

Nada se me ocurría al respecto, acaso porque no lo hubiese. A nadie hizo Ricardo Ares feliz, solo dejaba tras de sí un rastro de incomprensión, una estéril sensación de culpa por no ser capaces de entender lo que sin duda estaba ahí. En mi caso, además, el rencor de arrebatarme algo que quería.

Recurrí a un tercer vaso, decidido a acabar por las buenas o por las malas con aquel maldito asunto. Una vez me hubo hecho efecto esa tercera dosis de veneno para el hígado y para el alma, ataqué furiosamente las teclas y dejé concluido el artículo en poco tiempo. Con la suficiente prudencia todavía a pesar de mi estado, no lo mandé y me fui a dormir la borrachera en paz, retrasando la decisión sobre lo adecuado de lo escrito para más tarde.

Al despertar al cabo de unas horas, armado de un fuerte dolor de cabeza, repasé el artículo con miedo y vergüenza, temiendo haber escrito algo impublicable. Con la vista borrosa fui repasando las palabras escritas por mí apenas unas pocas horas antes, palabras que me parecían escritas por alguien que habitase otro tiempo u otro universo.

Ricardo Ares, pintor mediterráneo por excelencia, falleció el viernes pasado en su pueblo natal, donde seguía trabajando sin descanso en busca de la expresión perfecta de la luz y el alma de las cosas. A pesar de su innegable talento y de estar bien considerado en círculos críticos, nunca disfrutó del éxito. Los críticos destacaron de él su capacidad para dotar a escenas triviales de una gran profundidad psicológica difícil de explicar.

El mercado del arte, no sin razones, fue menos benévolo con él, ya que el sentimiento ambiguo que emanaba de sus obras era algo difícil de comercializar. Usualmente, al margen de consideraciones económicas, el coleccionista de arte busca o bien la belleza pura o bien la expresión de sentimientos inquietantes –una suerte de catarsis psicológica–. Algo que, a través de la obra de Ricardo Ares, era difícil alcanzar. Ares podía retratar una belleza que inquietaba o un horror bello, sin ser capaz de decantarse por alguno de los dos extremos. La pureza de intenciones era algo que estaba reñido con su personalidad polifacética. Su carácter arisco y poco complaciente, en un mundo –el del arte– que basa su funcionamiento en buena medida en las relaciones personales, no hizo más que acrecentar su malditismo, algo no buscado por él pero inevitable.

Obtuvo más reconocimiento en su faceta de decorador y diseñador, donde sus obras de gran formato (carteles y murales fundamentalmente) eran muy apreciadas. Esto le permitió continuar ganándose la vida ligado al mundo de la creación, si bien le restó un tiempo precioso que quisiera haber dedicado a su primer y único amor: la pintura. Su obra pictórica, escasa y mal catalogada, es algo que todavía no ha recibido la atención y el estudio que probablemente merece. Algo que, de producirse algún día, no me cabe la menor duda de que le haría mucha gracia. Hombre solitario hasta el fin, no deja familia.

Bueno, podía haber sido peor. No era una de mis piezas más inspiradas, pero con un par de correcciones era publicable. Aún siendo en esencia fiel a lo que trataba de describir, parecía hablar de cualquier otra persona, apenas arañando la superficie del personaje. Dadas las circunstancias, me conformé con eso. Hice las correcciones pertinentes y mandé el artículo, quedándome a solas con ese sentimiento frío y extraño que sentía mordisqueándome por dentro, alimentándose de mis rencores, de mis dudas, de mi inseguridad y de mis recuerdos.

Volví a acordarme de Lola. Hacía tiempo que habíamos perdido el contacto, pero la necesidad de hablar con ella se iba haciendo más fuerte. Una necesidad, quizás, de buscar un sentido a lo que nunca lo había tenido. Buscar un sentido a la vida –y ahora, a la muerte– de Ricardo era algo complicado y acaso temerario. Me pregunté si Lola se habría enterado ya de la muerte de Ricardo y qué estaría sintiendo en ese preciso momento. Los rumores de que su muerte, oficialmente acaecida por causas naturales, había sido en realidad un suicidio –algo que había evitado deliberadamente mencionar en mi artículo– lo hacía todo más confuso e inquietante. Una opresiva sensación de no haber entendido nada y seguir ignorante de todo lo importante me embargaba. Deseé que, al menos, a Lola no le hubiesen llegado los rumores acerca del suicidio.

Decidí que ya había tenido bastantes emociones en un solo día y me abandoné al anestésico preferido de mi viejo camarada. Continué mi tambaleante viaje hacia el fondo de la botella, destino que alcancé a media tarde. Recibir la noticia de la muerte de un antiguo amigo, escribir su necrológica y beberme una botella de whisky fue todo lo que hice ese día. Pocas cosas, pero muy intensas. “A Ricardo le habría gustado”, fue el último pensamiento coherente que recordé asomando entre los vapores del alcohol mientras caía desplomado en mi cama.

(Continúa en "Retrato de joven dama III")

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