9 de marzo de 2015

Retrato de joven dama (I)

Retrato de joven dama
Este es el relato más largo que he escrito hasta la fecha –cerca de treinta páginas en formato impreso–, por ello creo que es razonable publicarlo aquí en varias entregas (cinco o seis, supongo). Es, en esencia, una historia de intriga y de manipulación psicológica en la que, me temo, he cargado en exceso las tintas en la trama sentimental, aunque confío que dentro de unos márgenes razonables. No tengo nada en contra de Corín Tellado, pero no quiero acabar en la misma estantería.


Me despertó una llamada de teléfono. Al otro lado de la línea, la voz del director del periódico para el cual trabajaba, con el tono irreal de las ocasiones especiales, me ordenaba que escribiese la necrológica de Ricardo Ares. Recordé una anécdota similar, en la que Vargas Llosa relataba cómo había recibido un encargo análogo con ocasión de la muerte de Cortázar. “Español de puro bestia”, concluía el escritor peruano –citando a Vallejo– ante la desarmante falta de tacto con la que el encargado de turno se dirigía en una ocasión así a quien había perdido a un amigo. Así me sentí yo. Ricardo era –había sido– mi amigo.

He de decir que me sorprendió que el modesto periódico para el que trabajaba requiriese una nota necrológica con ocasión de la muerte de Ricardo –un pintor de segunda o tercera fila, para nada conocido por el gran público–. Lo achaqué a las fechas estivales en las que nos hallábamos, que fuerza a todas las secciones a rellenar con noticias menores el espacio otrora ocupado por noticias de mayor calado, ausentes en estas fechas.

Había conocido a Ricardo en la escuela de arte cuando, jóvenes y ambiciosos, ambos queríamos conmover los cimientos del mundo como cualquier joven que se cree artista ansía hacer. Luego, el tiempo y el mundo ponen a cada uno en su sitio –o al menos en un sitio, no me corresponde a mí juzgar la justicia y el acierto del destino, cuyos criterios son ignotos y a menudo absurdos–. A mí me puso de redactor de cultura en un periódico de provincias; a él en un extraño limbo equidistante entre el artista de culto y cualquier otro anónimo artista olvidado por la historia.

Ricardo Ares –pintor de talento, sin duda–, aunque habiendo recibido cálidos halagos de la crítica al principio de su carrera, progresivamente había visto su popularidad menguar hasta casi desaparecer. Comercialmente no había gozado en ningún momento de verdadero éxito, malviviendo a base de encargos alimenticios que poco tenían que ver con el verdadero arte; un mural para una boutique de moda, carteles para fiestas patronales o festivales de cine... cosas así. El feroz mundo de las galerías lo ignoraba, acaso porque no sabía muy bien qué hacer con él. Demasiado rompedor para adornar los salones de la clase media con plácidos paisajes; demasiado atado a la realidad y a las recias y vitales figuras de lo existente para poder adscribirlo a cualquier rama de lo abstracto, la corriente que cotizaba al alza en el negocio del arte en vida de Ricardo. Demasiado prosaico, en fin, para ser un artista valorado por entendidos e inversores y demasiado extravagante para ser un honrado artesano que manufacturase cápsulas de belleza prêt-à-porter para gente que, con todo su derecho y su buena voluntad, solo pretende tapar huecos en las paredes.

Todo el mundo que contemplaba una de sus pinturas concluía de un modo intuitivo que ahí había algo. Era una cosa palpable e incuestionable. La naturaleza y el interés de ese algo era un asunto enteramente diferente. Ahí la intuición no valía para nada y al raciocinio –al menos, al raciocinio de los que estaban en posición de decidir sobre el valor del arte de Ricardo– le costaba precisar, en papel moneda de curso legal, el interés de aquello.

Aunque, como he dicho, conocí a Ricardo en los lejanos años de la juventud, nunca llegamos a tener una relación realmente íntima, a pesar de pasar mucho tiempo juntos. Tal vez porque esa indefinición en su obra era una traducción fiel de su carácter; demasiado arisco para tener amigos íntimos, demasiado divertido y carismático para no tener siempre a su alrededor un puñado de personas ansiosas de disfrutar de su ingenio. Nos unía, aparte del ya citado ánimo iconoclasta, la afición al whisky, que consumíamos hasta altas horas mientras planeábamos delirantes proyectos artísticos –exposición de retratos ecuestres de ratones, bodegones de artículos eróticos, pintar de rosa barbie el vetusto edificio de la escuela y otro buen montón de despropósitos y chifladuras que los años, las facturas y otros recuerdos han hecho que olvide–. Dos jóvenes unidos por el licor y por un ansia de pacífico y trascendente gamberrismo artístico. Y por Lola.

¡Lola!... Me conmoví al recordarla. El sutil vértigo de recuperar ese inesperado pedazo de memoria sepultado por los años, se apoderó de mí. Me extrañó haber divagado durante tanto rato –difícil de precisar, ¿media hora?, ¿media mañana?–, sin haberme acordado de ella. Haber recordado antes las noches de borrachera, los ratones a caballo y la escuela antes que a Lola, me extrañaba y me dolía. Porque fue Lola, antes que cualquier otra cosa, lo que nos unió y nos separó.

Diré, para no dar rodeos innecesarios ni edulcorar la historia, que Lola era mi chica y Ricardo me la quitó. O, para ser más justo y preciso, que ella se alejó de mí para ser atraída por él. Algo más relacionado con las matemáticas de los cuerpos celestes que con las cosas del corazón.

Yo era un chico más, un esforzado alumno de arte sin un temperamento ni unas cualidades realmente artísticas. Ricardo estaba rodeado de un aura especial, de un fulgor casi satánico de imprecisa genialidad. Como en sus pinturas, ahí había algo. Ese algo que vuelve locas a las mujeres porque no pueden evitar querer comprenderlo –ese algo inaprensible– y que piensan vanamente poder alcanzar dicha comprensión a través de la intimidad física. Lola, sin pretenderlo, cayó en ese embrujo, en ese pozo de atracción gravitatoria que emanaba de Ricardo y se fue alejando de mí, no sin remordimientos. Me consta que fue difícil para ella, tan difícil como inevitable.

Quiero que se me entienda bien; Ricardo no hizo nada por seducir a Lola, fue su personalidad, su carisma y su misterio lo que hizo que ella se sintiese atraída por él. Aunque me dolió lo indecible, consideré que no merecía la pena perder a dos personas a las que apreciaba sinceramente porque una de ellas hubiese dejado de quererme, empujada por la inevitabilidad de las leyes del universo y el genio y el carisma de mi compañero.

Las interminables confabulaciones artísticas mecidas por el licor, pasaron a tener tres miembros. La diferencia, al margen del puro hecho matemático de haber una persona más, es que Lola acababa la noche entre las sábanas con Ricardo y no conmigo. Los tres nos sentíamos un poco incómodos con esa situación. Quizás hubiese sido mejor para la tranquilidad de todos que yo hubiese montado una violenta escena, que hubiese repudiado a la traidora y al donjuán, cortando de raíz toda relación con ellos. Quizás lo hubiese sido –tanto racional como emocionalmente, era lo esperable–, pero no ocurrió. Puede que por cobardía, puede que por egoísmo. El egoísmo de no querer renunciar a la amistad de ese brillante amigo ni a la compañía de esa atractiva mujer. La cobardía de no dejarme llevar por lo que me pedían las entrañas con un doloroso grito de queja. No hice nada. Admití tácitamente mi derrota, fingiendo que aquello no había pasado y seguimos conformando un extraño y desequilibrado trío en el que Lola era objeto de deseo; Ricardo, de admiración y yo, de lástima. No era el papel que hubiese elegido para mí en caso de haber podido hacerlo, pero fue el que me tocó.

Finalizados los años en la escuela, el triángulo se deshizo. Yo, dolorosamente consciente ya de mi falta de talento, acepté por recomendación de un familiar un puesto en la redacción de un periódico en una pequeña capital de provincia de gélidos inviernos, de esas en las que todo el mundo se conoce y se saluda en el paseo dominical. Ricardo volvió a su pueblo de origen, al calor y al cielo insultantemente intenso del Mediterráneo, ese que siempre había extrañado durante sus años en la escuela. Lola aceptó una beca en el extranjero para continuar sus estudios de arte. Nunca volvimos a coincidir los tres. Yo coincidí con Ricardo en un par de ocasiones y me consta que ellos dos siguieron viéndose esporádicamente durante un tiempo.

La añoranza, el vértigo cargado de irrealidad, la extrañeza infinita que me ahogaba al saber muerto a aquel compañero de mi juventud, hizo que me sintiese incapaz de escribir nada. Hice lo que juzgué hubiese hecho él: encomendar la inspiración al licor.

(Continúa en "Retrato de joven dama II")

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