3 de abril de 2015

La canción chorra más triste del mundo. Cabezafuego

Cabezafuego. El payaso triste del rock
El humor en la música popular es un territorio resbaladizo en el que pocos se aventuran y aún menos los que vuelven para contarlo con la cabeza alta. Por una parte, el sector más aferrado a la autenticidad y al tremendismo parece llevarse realmente mal con la risa y hasta con la sonrisa. En el otro extremo, a las huestes más frívolas, les cuesta ir más allá del ripio infantil, contar algo con un mínimo calado emocional y trascender eso que el calvo mayor del rock español llamó humor de pupitre.


Por supuesto, ni pensar en que la ironía o unos personajes que inspiren algo que no sea el desprecio que nace del ridículo distraigan al oyente de su éxtasis ripioso y descerebrado. El humor en la música rock parece haberse quedado congelado en el slapstick, en el tartazo mudo y en blanco y negro. Lubitsch, Billy Wilder o Woody Allen todavía están por llegar al reino de los tres acordes.

Entiéndanme, no hay nada de malo en ese humor tontorrón. Circunscribiéndonos a la música en español –que es más que nada a lo que me estoy refiriendo– ha dado ejemplos válidos y disfrutables; Enemigos, Siniestro Total o Nikis han practicado (alguno de ellos, casi en exclusiva) este tipo de humor y lo hemos disfrutado sin el menor problema. El problema no es ese, el problema es que no haya ninguna otra alternativa, que eso sea el final del camino. Por eso, cualquier avance en ese sentido, por mínimo que sea, hay que recibirlo con alborozo.

Aquí es donde entra el invitado de esta semana, Iñigo Cabezafuego, músico bregado en multitud de proyectos –Mermaid, Green Manalishi, Atom RhumbaBasque Country Pharaons o Royal Canal entre otros–, la mayoría de ellos con querencia por el rock setentero de guitarras encrespadas y con un nervio cercano al punk, emparentados con Free, Thin Lizzy o Dictators. Más en concreto, una canción de su primer disco en solitario de reciente publicación (incluye algunas canciones, como esta, publicadas con anterioridad) titulada "El traje del emperador" y que tiene unas características bastante inauditas en su texto. Échenle una escucha (y fíjense en la letra).



Sí, hay ripios pupitreros –"tocando el ukelele/debes ser hijo adoptado del Doctor Mengele" podría ser, perfectamente, algo escrito por los Nikis o Siniestro– y el tono general se corresponde con lo que se podría denominar "canción chorra". Una sátira bastante básica dirigida, en este caso, contra los modernos sobrevenidos. Sin embargo, la letra consigue algo más –y he aquí el avance–, que nos interesemos por el personaje, que nos deje mal cuerpo la descripción de sus ridiculeces y tontas frustraciones.

Cierto que cuando habla de cómo arrancó los posters de los Maiden, dan ganas de darle (al menos) una colleja... Pero al final, la sucesión de miserias hace que nos resulte más digno de lástima que de escarnio. Cabezafuego ha conseguido, acaso sin proponérselo, escribir una canción chorra y triste a la vez, o la canción chorra más triste del mundo. Esa imposible cuadratura del círculo literaria, al margen de sus valores musicales, que los tiene en abundancia, es lo que eleva la canción a la categoría de lo único.

Líneas como estas: "Dónde vas ya con cuarentaytantos/y en primera fila de un concierto de Chinarro/llorando y suspirando/y esto no es ficción que yo lo he visto y he flipado/Qué asco, qué asco, qué piensa tu mujer/tú en festivales indies tras la firma de un inglés/podría ser tu hijo/de hecho se parece, te ignora igual que él", son algo magistral en su sencillez y en su capacidad de conjugar la descripción de algo ridículo con la gestación de un estado de ánimo vecino a la tristeza o la compasión, en el que no sabemos si llorar o reír.

Por supuesto, esta es una interpretación estrictamente personal. Me consta que esta letra la interpreta cada uno según se vea reflejado en ella; los hay que se ofenden y los hay que la festejan con sadismo y piden más sangre. Uno, que se siente tan ajeno a los indies como a los rockeros rocosos (como, en general, a cualquier militante de algo, especialmente de algo tan esotérico como la música), la ve desde fuera y disfruta gozosamente de la ambigüedad que le es sugerida.

Y del guiño a los Byrds del final... que uno, por mucho que le repelan las militancias, también tiene su corazoncito. Realmente, todo lo que necesitas es una guitarra eléctrica (y saber contar con humor historias interesantes, cosa nada fácil).

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