Cuento para niños suicidas
En un amanecer, lleno de polvo, triste como un atardecer; el rojo decidió poner fin a su vida. Él siempre había querido ser el símbolo de la pasión, del amor; y todavía unos cuantos locos poetas lo cantaban así. Pero la gente, por algún extraño motivo que solo ella conoce, lo habían convertido en el símbolo de la sangre, de las heridas, del sufrimiento... incluso de la prohibición. Él, bueno y tolerante por naturaleza, no comprendía ni compartía este empeño de la gente y no quiso seguir sufriendo y haciendo sufrir. Que se buscaran otro color para la sangre... La vida no merecía ser vivida así. Murió desangrado.
A media mañana, una mañana lánguida y solitaria, como todas las mañanas de invierno; el verde se dio cuenta de que la vida no tenía sentido. Él era el símbolo de la esperanza y, francamente, ya estaba cansado de esperar. Siempre prometiendo, y luego esperar y esperar, total... para nada. Las cosas no cambiaban nunca, y menos por un color, se decía. La esperanza es lo último que se pierde, o eso aconsejaban gentes con mucho que perder a otras desesperadas, pero el verde no quería tener nada que ver con eso. Él era activo, alegre... y el papel que le había tocado no era de su agrado. Al verde le gustaba estar en la hierba fresca, en los árboles que dan sombra, en la primavera alborotada, en los ojos de las muchachas bonitas... Echaría todas esas cosas de menos. Mucho. Pero el peso que le habían puesto encima no era liviano, ¡la esperanza nada menos! Murió desesperado.
Al mediodía, una hora angustiosa, siempre en medio de todo para nada; el azul se cansó de vivir. Estaba bien eso de estar en el mar y en el cielo, pero los otros colores le tenían envidia por ello... Todos querían volar, pero el que estaba en el cielo era él. Y además, no se podía ignorar: ese frío... toda esa melancolía asociada a él. A él le gustaba divertirse y estar al sol; pero, ay, lo habían catalogado –unos cuantos hombres grises– como color frío y, ¡hala!, a adornar postales de navidad. No, no se podía soportar tanta tristeza. Murió congelado.
Al atardecer, un atardecer frío y desangelado, solo ya; el amarillo decidió acabar con sus sufrimientos. Decían que daba mala suerte, ¡ja!, mala suerte... Él estaba en el oro, lo más preciado por esos extraños seres, los hombres; y, desagradecidos ellos, decían que daba mala suerte. Y aun peor; por semáforos y señales varias, el amarillo era usado profusamente para indicar precaución. Pero precaución... ¿¡de qué!? Si él era bueno; el más tranquilo de todos los colores, y sin embargo, ¡venga!: símbolo del fuego... Hasta al Sol, tan violento él, lo pintaban de amarillo. Lo único que le gustaba era pasearse al son del viento por los campos de trigo; pero el Sol, el fuego, el peligro, la mala suerte... ¡ni hablar! Adiós, mundo cruel. Murió abrasado.
Solo quedaron el blanco y el negro, y ya se sabe que los polos opuestos se atraen. Ellos habían llevado su amor en secreto y apenas habían tenido medio siglo de cine para estar a solas. Ahora, ya nada se interponía entre ellos. Se fundieron en un gris con la intención de ser felices eternamente, pero la luz, al ver que habían muerto sus hijos y envidiosa de la felicidad del blanco y del negro también se suicidó y no quedó nada.
FIN
La musa que no vino
Al final, la cuestión no es tener una buena idea. Eso es algo necesario pero no suficiente. Hay que intimar con ella, hacerse su amigo, su amante... Normalmente eso, o sucede al principio, o no sucede. Las musas son seres caprichosos que si no les prestas la debida atención en la primera cita, se marchan y siguen con sus cosas. Lo bueno es que no son rencorosas y, con suerte, acudirán en otra ocasión. Pero la idea para la que estaban destinadas queda ya abandonada al mero oficio del escritor y huérfana del cálido brillo y la magia de las ideas puras. (Nota: para ver la ilustración a máxima resolución, pinchar en la imagen)
La musa que no vino. Veinte años esperando copiar las palabras de su piel |
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