31 de julio de 2015

Del estudio de los fósiles. Abner Jay

Abner Jay, hombre-orquesta y campeón del paleo-blues
A partir de las primeras décadas del siglo XX, con el establecimiento de la tecnología que posibilitaba la grabación de la música, es fácil determinar la historia de la música popular y su evolución; solo hay que tener acceso a las grabaciones y sus datos. Cualquiera con ese acceso y un conocimiento somero de la historia y de la música puede establecer categorías y relaciones o identificar géneros y artistas. Pero para ir más allá, o sea, más atrás en el tiempo, hace falta bastante más.


Para llegar a comprender la música de unos tiempos en los que no quedaba constancia de ella en forma de grabación, hace falta investigar en profundidad las escasas partituras que se conservan y la tradición oral. Y, claro, tener unos profundos conocimientos históricos y musicales para analizar esos datos y sacar conclusiones. Luego, basándose en todo ello, hay que hacer una serie de extrapolaciones y suposiciones para llenar los huecos y hacerse una imagen del conjunto coherente. Es un trabajo para estudiosos y profesionales, no para aficionados casuales.

Realmente, no hace ninguna falta todo ese aparato teórico para disfrutar de la música, pero muchos aficionados a la música llevan dentro un catedrático listillo que gusta de pontificar sobre estas materias (vamos, lo que hago yo aquí cada semana, sin ir más lejos). Esto, en sí mismo, no es ningún problema, excepto cuando lo proclamado no se corresponde con la realidad. Usualmente, la mayor parte de los artistas no suponen un problema para estos musicólogos de salón. Es fácil, atendiendo al conocimiento más extendido, clasificarlos correctamente e identificar su lugar en la estrechamente trenzada historia de la tradición musical. Pero algunos casos extremos se prestan a la confusión y al error. Desentrañar la verdad en estos casos –y desmentir esos lugares comunes no aplicables– supone aventurarse en territorios inexplorados y retar ese conocimiento extendido pero falible.

Uno de estos casos puede ser el de Abner Jay, un artista desconocido hasta tiempos bastante recientes. Un hombre-orquesta que interpretaba su música con banjo, armónica, una mínima batería y otros elementos percusivos como huesos de vaca y pollo. Abner se mantuvo al margen de la industria musical, actuando en una caravana convertible en escenario que le servía también de casa, y autoeditando sus propias grabaciones que vendía en sus actuaciones. Hasta que recientemente se han reeditado esas grabaciones por sellos especializados en este tipo de música no había ninguna manera de conocerle que no fuese encontrárselo por casualidad en alguna polvorienta carretera del sur de Estados Unidos, en alguna feria local o restaurante en el que actuase.

Aplicando ese conocimiento común de aficionado voluntarioso y tras una, me temo, superficial escucha de sus grabaciones, se le ha etiquetado como un rústico artista folk, una versión negra y de serie B de luminarias de la folk-music como el primer Dylan, Pete Seeger o Woody Guthrie. De hecho, en alguna ocasión se le ha llegado a llamar el Dylan negro. Pero hay mucho más en Abner Jay. Una verdad sorprendente y oculta que necesita de un trabajo de paleontología musical para acceder a ella. Y es que Abner Jay es –era– un fósil viviente, un recuerdo de tiempos de los que no hay ninguna constancia palpable, sino indirecta.



Hay una diferencia fundamental con Bob Dylan o Woody Guthrie. Ellos podían, por la intuición de su arte, juntar los pedazos de diversas músicas y suponer lo que había sido la música popular americana de otros tiempos. Abner Jay no tenía necesidad de hacer ninguna suposición: él lo sabía. Era un representante cualificado de la tradición oral, un nieto e hijo de esclavos al que le había sido transmitida fielmente –con toda la fidelidad que se pueden transmitir esas cosas, al menos– las canciones y la forma de interpretarlas de otros tiempos; uno de los últimos representantes, si no el último, de una raza ya extinta: la de los trovadores trashumantes que actuaban en ferias de ganado o shows medicinales ambulantes en los que se vendían fabulosos elixires. Si nos tomamos literalmente todas sus afirmaciones, su exótico banjo de seis cuerdas, supuestamente fabricado en el siglo XVIII, también es un legado de los tiempos antiguos.

La teoría más aceptada hoy en día entre los musicólogos propugna que en algún momento durante el siglo XIX, el blues y el country eran prácticamente una misma cosa: la música religiosa de las iglesias del sur. En sentido estricto, no se podría hablar de blues o country, ya que esos géneros serían las derivaciones seculares en comunidades negras o blancas de ese mismo ancestro común. Ese ancestro común es lo que podría denominarse con más exactitud como la música folk americana, es decir, la música de ese pueblo. Lo que en la segunda mitad del siglo XX se ha venido en llamar folk-music no es, en rigor, esa música del pueblo. Es una reconstrucción a cargo de una élite intelectual de lo que pudo ser aquella música folk pretérita.

Abner Jay, no solo de acuerdo a su propio testimonio, sino debido a que todos los indicios parecen encajar con lo que hoy sabemos sobre la evolución de la música popular americana, pertenece más a aquel primer folk –el auténtico, si se quiere– que al segundo. En ese sentido, es cierto que es un artista folk, aunque sea en un sentido diferente del que se pretende indicar. Es, como decía, un fósil viviente. Llamar viviente a alguien tristemente fallecido hace veinte años puede parecer un disparate. No lo es si se considera que ha dejado grabaciones en las que su voz y esa música ancestral sigue viva en los microsurcos del vinilo o en los bits de los archivos digitales que la contienen.

Y como el fósil viviente que es, escucharle supone asomarse a una ventana de la historia. Abner, y esto se suele omitir, es el blues antes del blues. Aunque superficialmente ni sus canciones ni su interpretación suenan demasiado a blues, si que se pueden encontrar elementos que después podemos encontrar en el blues propiamente dicho; determinados fraseos, la temática y la retórica de las canciones, una cierta métrica y cadencia... todo está esbozado pero sin desarrollar plenamente. Los que le niegan su cualidad de bluesman, ignoran que el blues tal y como ellos lo entienden, hubiera sido imposible sin esta música que es un precedente tan cercano y necesario, que no es ningún desacierto calificarla de blues. Decir que hace música folk con influencia de blues –que es lo que se dice– es redundante, ya que para él son la misma cosa.

Abner Jay bebiendo de las terapeúticas aguas del río  Suwannee
Abner Jay y la fuente de la eterna juventud, southern style

Debido a que casi todo lo que sabemos de él proviene de los panfletos que repartía en sus actuaciones y de las notas que escribía en sus discos, donde con un estilo grandilocuente refería su vida y su obra, no podemos estar seguros de cuánto de verdad hay en ello. Nacido en el estado de Georgia en 1921, a los cinco años comenzó a actuar en un show medicinal ambulante; a los once, trabajaba en una compañía itinerante cómico-musical –un minstrel show, un peculiar género racial propio del siglo XIX, ya en declive por aquel entonces–; a los catorce, al fin, comenzó su carrera como one-man-band, actuando en las fiestas de los propietarios de las plantaciones en las que trabajaba.

Seguramente verdades, mentiras y medias verdades se mezclen en una biografía que puede tener mucho de falso en ella, pero que podría ser cierta y, lo más importante: merecería serlo. Su vida, su obra, y el encaje de esta con la música popular americana tiene mucho más sentido si es cierta que si no. Su repertorio –que él estimaba en unas 600 canciones–, está basada en las canciones de vaudeville de los minstrel shows, los himnos religiosos y las canciones de plantación que serían de esperar de acuerdo a esas experiencias. En el peor de los casos, es un farsante extremadamente hábil que ha creado un personaje extraordinario. Lo que sería una pena... pero tendría igualmente un enorme mérito. Aunque su grandeza esté más relacionada con su cualidad de muestra incorrupta de músicas y estilos de vida olvidados que con sus habilidades como músico, compositor o intérprete –aunque apreciables, tampoco deslumbrantes– sigue siendo una grandeza genuina y admirable.

En cualquier caso, su vida está llena de detalles alucinantes que a nuestros ojos del siglo XX o XXI, suenan disparatados e increíbles, pero que formaban parte de la vida cotidiana de las gentes del sur en otros tiempos. Por ejemplo: Abner Jay, en alguno de esos biográficos panfletos, afirmaba que el secreto de la salud y la juventud está en beber tumbado boca abajo de las aguas del río Suwannee. Esto puede parecer una obvia patraña, pero habiendo sobrevivido a una vida miserable, un cáncer de garganta, una guerra mundial y a siete matrimonios y dieciséis hijos, ¿quién se siente autorizado a desmentirlo? En los siguientes artículos y/o reportajes de The Guardian, BBC Radio y Amoeba Records pueden leer (y oír) más sobre este fascinante tipo y los detalles que refiere de su vida. Créanme que les va a merecer la pena cada segundo que dediquen a ello.

Para terminar, una de las pocas filmaciones de este fantástico personaje que existen, y la única que he podido encontrar con una calidad de imagen y sonido lo bastante aceptables. En ella se le puede ver, apenas un año antes de su muerte, en su casa/caravana/escenario/exposición/tienda –algo que, por si solo, hace que merezca la pena ver el vídeo– interpretando, con la serenidad del que no tiene nada que demostrar, unos pocos fragmentos de canciones sureñas con su personalísimo estilo de hombre-orquesta de otros tiempos.



Siguiendo ese estilo de autopromoción desconocido antes de las redes sociales cibernéticas, el buen Abner se atribuía las siguientes hazañas y habilidades: “World's Champion Cotton Picker and Pea Picker, World's Fastest Tobacco Crapper, World's Greatest Jaw Bone Player, World's Fastest Mule Skinner... THE WORLD'S WORSE BUSINESS MAN”. Seis títulos mundiales nada menos. Grande este Abner Jay. Grande.

Y para rematar, su más genial arranque de orgullo y clarividencia: “Olvídate de Tchaikowsky. Es ruso. Yo soy la música clásica americana. Te guste o no, lo soy”. Nada que objetar, Abner.

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