1 de agosto de 2016

La sonrisa extraviada

La sonrisa extraviada
Una mujer desaparecida. Un peculiar detective aficionado a la metafísica y la geometría que prefiere el surrealismo de Dalí a la ciencia para su método de investigación. Una verdad oculta, escondida entre unas fotografías satinadas pulcramente encuadernadas en un álbum de tapas marrones. Una sutil y maquiavélica trama pensada para conducir a alguien a enfrentar su destino... Un relato de género negro metafísico y lírico.




¿Qué pasó con Laura Salgado? Esta es la pregunta que me atormenta desde hace dos semanas, desde que un hombre –su marido– entró en mi oficina y me encargó que investigase su desaparición. El hombre, razonablemente preocupado, me expuso los antecedentes.

Laura Salgado era funcionaria del ayuntamiento: buen puesto, buen sueldo... Sin vicios caros. Una mujer de vida familiar: del trabajo a casa y de casa al trabajo. Comidas y cenas esporádicas en buenos restaurantes, nada demasiado extravagante ni caro. Coche familiar, vacaciones en la casa de la playa. El retrato robot de esa clase media de provincias que se va replegando sobre sí misma. No, nada de amantes... Se querían como el primer día, respondió ofendido. Veinte años de feliz matrimonio, confianza, amigos antes que cónyuges... todo eso. Bueno, eso dicen todos, ya se vería. La policía no había descubierto nada... Le habían dicho que todo apuntaba a una desaparición voluntaria. Imposible, añadió. Me entregó un álbum de fotos. Fotos de vacaciones, fotos en pareja, fotos en familia, fotos con amigos... Fragmentos congelados de una vida tranquila. Una mujer menuda, guapa, de pelo castaño ondulado, la misma sonrisa repetida en multitud de fotos. Me pregunté si la sonrisa de verdad no habría desaparecido mucho antes, para ser sustituida por esa otra que se multiplicaba en esas copias satinadas de diez por quince, pulcramente encuadernadas en un álbum de tapas marrones. Aquella impúdica exhibición de felicidad impostada hizo que quisiese encontrar esa sonrisa desaparecida, más que a la mujer en sí. Quizás una me llevase a la otra.

Interrogué a fondo al marido, apuntando todos los datos que me parecieron relevantes y algunos otros que no, sabiendo como sabía que son esos datos aleatorios y –en apariencia– absurdos, los que acaban conectándose de formas insospechadas para revelar una verdad inesperada. Ese es mi trabajo: buscar y encontrar lo inesperado. Lo lógico y predecible lo puede encontrar cualquiera, incluidos esos pobres geómetras de la lógica recta que son los policías, incluido también aquel pobre hombre desesperado que añoraba la sonrisa falsa de su mujer.

Todos –la policía, el marido, bienintencionados amigos o familiares– habrían hablado ya con sus compañeros de trabajo, con sus amigas del club de lectura, con los vecinos de la casa de la playa, con el charcutero del supermercado... Nada iba a sacar de ahí y lo sabía. Las llamadas telefónicas, los extractos de las tarjetas de crédito, los registros de establecimientos hoteleros... todos esos previsibles rastros de actividad, ya habían sido investigados sin resultado. No necesitaba más prueba de ello que la presencia de aquel pobre hombre angustiado en mi despacho. En contra de lo que se podría pensar, eso me hacía el trabajo más fácil. Me evitaba un montón de trabajo rutinario que no me iba a servir de nada, permitiéndome centrarme en esas otras cosas que, a fuerza de parecer irrelevantes, esconden esos preciosos pedazos de verdad que nadie ve, acaso porque no quieren verlos.

Una vez hube hecho acopio de todos los datos, despedí al marido diciéndole que me pondría en contacto con él cuando averiguase algo o si necesitaba más datos. Ya a solas, reflexioné largo y tendido sobre lo que tenía ante mi. Concluí sin mucho esfuerzo que probablemente la policía tenía razón: Laura había desaparecido por voluntad propia. Pero esa no es la respuesta que buscaba el marido, y por extensión, yo. Eso es como decir que un suicida que salta desde lo alto de un edificio, muere por el impacto contra el suelo. Es una afirmación con muy poco contenido relevante. Lo pertinente, lo relevante, lo que quieren saber los familiares y los amigos, es la razón por la que ha saltado –la razón por la que Laura Salgado ha desaparecido o ha decidido desaparecer–. En el caso de una desaparición hay un par de preguntas añadidas, triviales o improcedentes en el caso del suicida: dónde está y si va a volver. Para mi, todas estas preguntas se resumían en una: ¿cuándo y por qué dejó de sonreír de verdad Laura Salgado? Necesitaba saberlo y, para ello, tenía que olvidar todo lo que me había contado el marido, empapándome hasta los huesos con su angustia, su nostalgia y su amor burgués de provincias.

Eso fue hace dos semanas. Ahora, Laura y su marido han vuelto a ser unos extraños para mí y estoy preparado para comenzar la investigación. Escudriño el álbum en busca del momento en el que Laura se puso esa cómoda y funcional sonrisa prêt-à-porter y abandonó la suya. Vacaciones 2012, Venecia... No, la lleva puesta, confundida entra las de otros turistas. De picnic en el monte, 2010... Tampoco, todos la llevan, quizás les hagan descuento por compra en grupo. Ceremonia solemne en el ayuntamiento, 2009... No, imposible, ¿quién va a sonreír de verdad en una ocasión así? Con una amiga en un festival de música, 2007... Aquí hay algo nuevo. No hay sonrisa de ningún tipo, solo una vaga expresión ausente, como si mentalmente estuviese, o quisiese estar, en otro sitio. Apunto: “¿Por qué Laura Salgado parece estar en otra parte?”. Ya son dos preguntas y, he aquí una paradoja: cuantas más preguntas, menos sabemos; cuantas más preguntas, más podremos saber cuando tengamos las respuestas. Conclusión: necesitamos respuestas. Otra pregunta sigue necesariamente a esa conclusión: ¿dónde están las respuestas? La respuesta, otra paradoja: en las preguntas. Necesitamos más preguntas –es decir, saber menos– para obtener respuestas –es decir, saber más–.

Esta metodología, más relacionada con el método paranoico-crítico daliniano que con cualquier cosa que enseñen en la escuela de criminología, es mi aportación al oficio. Sí, concibo la investigación más como arte que como ciencia. La ciencia solo obtiene respuestas de los datos que tiene y, normalmente, en una investigación lo que falta es precisamente eso: datos. Si no faltan, como he dicho, cualquiera puede encontrar la solución y el proceso carece de interés, al menos para mí. Lo mío es otra cosa: un intuir relaciones entre aspectos no relacionados en la superficie, un bucear en las negras aguas de la improbabilidad. Siempre me atengo a las reglas de la lógica, no soy un charlatán ni un embaucador, pero las premisas de las que parto no son las evidentes. Me ayuda a encontrar respuestas, aunque no siempre son las respuestas que la gente quiere oír.

Las fotos anteriores a ese festival de música de 2007, están salpicadas por una multitud de sonrisas y no-sonrisas genuinas. Aquí, riéndose como una loca montando en bici por la playa, 2006. En esta otra –habitación en penumbra sin especificar, 2004–, la sonrisa luce en sus ojos mientras se muerde el labio inferior, entre pensativa y traviesa. En 2003, sonriendo hasta con las uñas de los pies abrazada a su marido en un balancín. Una mueca de divertida sorpresa cocinando un ser indeterminado, algo entre pavo y mamut, nochebuena 2001. De momento no necesito más, estoy seguro de que podría remontarme hasta las fotos de la primera comunión y encontraría lo mismo: una mujer menuda, nerviosa, expresiva y vital, mirando al mundo a la cara y riéndose de él con las mil risas de los que no necesitan más motivos para reír que estar vivos. Algo pasó entre ese júbilo ciclista del 2006 y ese festival de música del 2007. Entre esas dos fechas hubo un momento en el que extravió su sonrisa y, tal vez, su vida. En el fondo, concluyo, lleva desaparecida desde entonces, lo que pasa es que hasta ahora nadie se había dado cuenta de su ausencia.

Me paso el dedo lentamente por la cicatriz de mi sien izquierda, algo que suelo hacer cuando estoy en una encrucijada. Pienso... Miro la parte trasera de la foto. Una anotación de crispada caligrafía –escribe como sonríe– me revela la identidad de su acompañante: “Con Amalia Sorní en Barcelona”. Una testigo, sin duda valiosa, para mi investigación. Descarto llamar al marido para evitar conmoverme con más lloriqueos, algo que me disgusta y me impide realizar bien mi trabajo. Juzgo que dada la rareza del apellido, podré encontrarla por mis propios medios.

Tras un par de intentos fallidos, finalmente contacto con Amalia Sorní. Sí, conoce a Laura, aunque han perdido el contacto. Sí, estuvieron juntas en un festival de música en Barcelona, no recuerda el año. ¿2007? Sí, puede ser. No, no sabía que Laura estaba desaparecida. ¿Creo que le ha pasado algo malo? Creo que está buscando algo o huyendo de algo. Esa es la razón de mi llamada, saber qué pasó con Laura. Sí, entre 2006 y 2007. Sí, pasó algo. Un hombre. Cosa de una noche, pero le afectó bastante. No, no le quiso contar nada. No, ella no llegó a conocer al hombre. Cree que se llamaba Jaime; un hombre alto, con gafas. No, no sabe cómo localizar a ese hombre. Quizás Luisa, la amiga que los presentó. Sí, me puede dar su teléfono. Sí, Luisa Monteagudo, de Barcelona. Bien, ojalá podamos encontrar a Laura pronto. Claro, le mantendré informada. Y así, en poco menos de cinco minutos al teléfono consigo un testigo más, ese amante misterioso; dos respuestas, el qué y el quién; y unas cuantas preguntas más que, por ahora, y no sin inquietud, dejo a un lado.

El qué, es algo trivial, prosaico, previsible. La mayoría de las veces, las sonrisas se pierden entre las sábanas, ese debe ser el primer sitio donde buscar. Deberían poner un servicio de sonrisas perdidas en todos los hoteles... aunque normalmente quien pierde la sonrisa, pierde también las ganas de buscarla. El quién es la respuesta que da lugar a más preguntas. Preguntas inquietantes. Porque yo conozco a Luisa Monteagudo, de Barcelona y –dada la descripción del hombre– también le conozco a él. Yo soy Jaime, ese hombre alto y con gafas que en algún momento durante 2006 o 2007 tuvo una aventura de una noche con una mujer menuda de cabellos ondulados en la que ella debió perder la sonrisa y él la memoria, porque no recuerdo nada de eso. Pero lo importante no es saber las cosas, sino saber quién las sabe. Y yo sé quién debe saber lo que pasó: Luisa Monteagudo.

– ¿Luisa? Soy Jaime. ¿Está Laura contigo?
– ...
– Vamos Luisa, estoy a punto de descubrirlo todo, pónmelo fácil...
– Sí, está aquí. Te estamos esperando
– Bien, voy para allá. Esperadme... Oye, un momento... ¿Está su marido también?
– Sí.

Antes de salir, repaso otro álbum de fotos. El mío. Me paso el dedo lentamente por la cicatriz mientras busco fotos de los años 2006 y 2007. Sí... Ahí está. El momento justo en el que aparece en mi sien izquierda. Todo empieza a ser evidente. Sospecho que haber sido elegido para investigar este caso no ha sido una casualidad, que el marido de Laura no es el pobre hombre desconsolado que quería aparentar. Que yo supiese –que volviese a saber– lo que había pasado aquella noche en una sórdida habitación de hotel era necesario para el desenlace. Para que un hombre pueda recibir su justo castigo es necesario que sea consciente de su culpa. Que recuerde los golpes, la carne violentada, los gritos, el golpe desesperado con una lámpara que cae sobre la cabeza del criminal, el olvido... ¿Se puede recordar el olvido?

Salgo de casa, admirado del sutil plan que se ha tramado para hacerme recordar, para conducirme al lugar al que voy. Estoy decidido a afrontar mi castigo. He descubierto, una vez más, lo inesperado. Ahora sé por qué Laura Salgado perdió su sonrisa. Ahora sé que merezco morir.

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