17 de abril de 2015

Nanas desde las catacumbas. Mark Fry

Mark Fry, la voz de las piedras
Hay una musicalidad natural relacionada con la propia música, algo que podemos encontrar, por ejemplo, en Beethoven, donde cada nota tiene una razón de ser obvia y natural y una expresividad fácilmente entendible por cualquiera. Hay también una musicalidad técnica, más relacionada con el instrumento y la interpretación que, aunque artificiosa en su origen, también tiene una naturalidad propia y que podemos apreciar en Albéniz o en algunos músicos de jazz.


Quizás haya también una tercera musicalidad natural, una que también suscita los mismos sentimientos instintivos de plenitud y perfección obvia y que no requiere una explicación más allá de su propia existencia. Esta estaría relacionada con ese concepto elusivo de la filosofía y sociología, acuñado por Maurice Halbwachs, que es la memoria colectiva, plasmado en la representación actual de un hecho pasado impregnado por una experiencia común de la gente a través del tiempo.

Este tipo de piezas musicales suelen hacer gala de una simplicidad extrema y una cierta cualidad de cosa antigua; un aroma a piedra enmohecida y ecos de cantos tribales alrededor del fuego, de nanas ancestrales que se imponen a los coyunturales elementos más modernos con los que puedan vestirse. Resulta evidente que el terreno más fértil para ese tipo de composiciones es la música folk, pero no cualquier pieza folk tiene esas cualidades. Es necesario que el artista se olvide de las reglas del género, de la época que pretende evocar, de los condicionantes técnicos y que se deje llevar por ese espíritu ancestral y natural.

El resultado, cuando se consigue conectar con esa memoria colectiva tiene una tendencia a ser –como queda dicho– excesivamente simple, incluso hasta rayar en lo tontorrón para los cínicos oídos del aficionado avezado. Pero si conseguimos abstraernos de esa exigencia cínica, del implícito "citius, altius, fortius" que condiciona nuestras expectativas al consumir música pop a estas alturas, la experiencia puede ser algo sumamente placentero.

Mark Fry fue un cantautor inglés con una especial facilidad para conectar con esos fantasmas antiguos, para conjurar canciones que parece que llevemos toda la vida escuchando aunque sea la primera vez que las oigamos. Se le puede englobar en la corriente de folk psicodélico que floreció en las islas británicas en la transición entre la década de los 60 y los 70 del pasado siglo, cayendo dentro del cajón de los malditos que grabaron oscuros discos sin apenas repercusión y que posteriormente alcanzaron un estatus de artistas de culto. Este sub-género es todo un inagotable filón de cápsulas del tiempo encerradas en bobinas de cuatro pistas que yacen en polvorientos desvanes y antiguos estudios y que poco a poco van saliendo a la luz. Este disco, "Dreaming with Alice", tiene la peculiaridad de que ni siquiera fue editado en el Reino Unido, ya que fue grabado y publicado en Italia mientras el joven Mark estaba estudiando allí.



El artista con el que se le suele relacionar con mayor frecuencia es Donovan y, aunque la comparación puede tener una cierta lógica, está lejos de la perfección técnica, compositiva e interpretativa de este. Lo suyo es otra cosa, algo menos glamuroso y rentable: el arte de componer –quizás sea más correcto decir descubrir o encontrar– esa canción que siempre ha estado ahí y materializarla con medios (y quizás, talento) limitados. Mark disponía de una voz con un timbre bastante agradable y una entonación más que correcta –sobre todo considerando que era un aficionado, cuyas inclinaciones artísticas se decantaban principalmente hacia la pintura–, pero su interpretación es bastante plana, muy contenida, incluso algo sosa y un punto cursi si nos ponemos exigentes (algo que creo que sería un error). Esto, que para un artista pop puede ser fatal, funciona muy bien en este contexto. Incidentalmente es la voz de Mark Fry la que ha sido grabada, pero quien canta es esa memoria colectiva de la que hablaba; en última instancia somos nosotros, tú y yo, los que cantamos.

El disco fue grabado en un estudio casero dotado de un cuatro pistas y deficientemente insonorizado (lo que imposibilitó grabar con batería), acompañado de unos músicos escoceses, propietarios del estudio, de los que no ha quedado el nombre ya que, según él "estaba demasiado emporrado para acordarme". En efecto, los escoceses, además de sus habilidades musicales y su estudio casero, aportaron grandes cantidades de maría a las sesiones de grabación, algo que aflora en los sinuosos desarrollos instrumentales y en la hipnótica cualidad de las interpretaciones. A pesar de esa naturalidad ancestral que es su elemento más destacado, el disco es un fruto de su tiempo que está repleto de detalles típicos del género y la época: sitares, flautas, grabaciones al revés (toda una canción así, probablemente algún tipo de récord) o gigantescos efectos de retardo y modulación en la voz, acompañados de algunos otros elementos algo más extravagantes en este contexto, como una genuina vocación pop o unos coros que parecen sacados directamente de un sueño narcótico de Brian Wilson y sus Beach Boys. En conjunto, una experiencia sugestiva y muy agradable, que combina de una manera singular el encanto de lo atemporal y de lo datado y que tiene en esta "Lute and flute" su momento más conseguido.

Recientemente y tras un paréntesis de décadas, Mark Fry ha vuelto a grabar. Su obra más reciente, "South wind, clear sky", es un digno remedo de los Pink Floyd de Gilmour, medios tiempos de rock cósmico de correcta factura que se deja escuchar con agrado (si uno está de humor para algo así, claro) pero que queda lejos del sugerente impacto emocional que una obra mucho más rústica e imperfecta en la superficie como "Dreaming with Alice" podía crear. Y es que la perfección iba por dentro. La perfección de las canciones de cuna de las cavernas, las piedras enmohecidas de la memoria colectiva.

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